UNA LEYENDA PARA LA ESPERANZA
Las grullas de origami (papiroflexia) se hicieron famosas a nivel
mundial con la historia de la niña Sadako Sasaki, víctima de la bomba atómica
de Hiroshima durante la II Guerra Mundial. Superviviente de la explosión, a los nueve
años cayó enferma de leucemia. Una amiga le recordó la tradición de los origamis
y se propuso completar las mil para pedir como deseo la curación de los
afectados y la paz. Pero Sadako no lo consiguió y falleció. Sin embargo, había nacido un
símbolo para todos. Sus compañeros de clase completaron las figuras de papel que faltaban
y años después Hiroshima levantó un monumento en su
recuerdo en el Parque de la Paz, epicentro de la explosión y donde aún un
edificio en ruinas recuerda aquella tragedia. Su emotiva historia rápidamente
se hizo famosa en Japón y occidente.
LEYENDA DE LAS MIL GRULLAS.
La antigua tradición japonesa cuenta que aquel que realizara 1000 grullas en origami recibiría a cambio el cumplimiento del deseo que pidiera al realizarla ( dado que cuenta la leyenda que fueron 1000 los días que tardo una grulla en llegar al Sol Naciente desde la espalda de una tortuga).
DESDE LA BIBLIOPATIO
Queriendo conocer y trabajar otras culturas, desde la bibliopatio se lanzó la idea de realizar mil grullas de papel.
Los alumnos de 4º de la ESO fueron los encargados de transmitir la idea. Visitaron a los diferentes cursos y en forma de cuentacuentos dieron a conocer el proyecto.
Para crear algo de ilusión, se realizó una gran grulla, la primera, que se expondría en la biblioteca.
En la hora del recreo se realizaron talleres en la bibliopatio, donde se les enseñaba a realizar las grullas con papel reciclado.
A partir de este momento las familias se pusieron manos a la obra y de esta manera toda la Comunidad Educativa se unió en un mismo proyecto "La Paz". Poco a poco comenzaron a llegar montones de grullas, de todos los tamaños.
Se acercaba el día y se comenzó a contar y unir las grullas mediante hilo de pita.
Y el 30 de enero el cielo del patio quedó cubierto por una gran cantidad de grullas, 1000.
CUENTO
MIL GRULLAS
De
Elsa Bornemann
Naomi
Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos
eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya
muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y
Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que
ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se
habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos
callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que
flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de
cada anochecer en torno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y
muerte por todas partes. Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban
ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah…y también
se estaban descubriendo uno al otro!
Se
contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que
sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podrían transitar ese
imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si
habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio…
Pero Naomi,
sabía que quería a ese muchacho delgado, que más de una vez se quedaba sin
almorzar para darle a ella la ración que batatas de había traído de su casa.
-No tengo
hambre-le mentía Toshiro, cuando veía a la niña apenas si tenía dos o tres
galletitas para pasar el mediodía. - Te dejo mi vianda - y se iba a corretear
con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no
tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi…
Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas
trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con
ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún…
El futuro
inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el
21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma
intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año
los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su
comienzo significaba que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de
que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se
conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna
visita.
Había que
esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio y Toshiro arrancó contento la hoja
del almanaque.
Se fue julio
y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque.
Y aunque no
lo supieran ¡Por fin llegó agosto!-pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue
justamente el primero de esos cuando Toshiro viajó, junto con sus padres, hacia
la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos
ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones del local.
Ya no vendían
nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma
dedicación de otras épocas. –Para cuando termine la guerra… -decía el abuelo.-
Todo acaba
algún día... – comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz
debería ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse
fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le
aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de
agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba, sobre la nieve.
Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo.
Abandonó el
tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana
de la habitación. ¡Qué alivio!
Una cálida
madrugada le rozo las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y tres
de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus.
Lento se
apaga
El verano.
Enciendo
lámparas y sonrisas.
Pronto
Florecerán
los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Después,
achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en
la que escondía sus pequeños tesoros de curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y
cinco de agosto se los pasó ayudando a su madre y a las tías. ¡Era tanta la
ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba.
Naomi siempre
sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso
resultaba aburridísimas para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba
que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar el deseo para que se
cumpliese.
La aguja iba
y venía, laboriosa. Así, quedó el pantalón de su hermano menor el ruego de que
finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de papá,
el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca…
Y los dos
deseos se cumplieron.
Pero el mundo
tenía sus propios planes…
Ocho de la
mañana seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se
ajusta su obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
“Ahora”,
Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo
momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión,
hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez en
el cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino
resplandor ilumina extrañamente la cuidad.
En ella, una
mamá amanta a su hijo por última vez.
Dos viejos
trenzan bambúes por última vez.
Una docena de
chicos canturrea: “Donguri Koro Koro- Donguri Ko…” por última vez.
Cientos de
mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de
hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale
para hacer unos mandados.
Silenciosa
explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio
millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegraron esta
mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y
el paso de Hiroshima.
Ya ninguno de
los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino requerido.
Nadie será ya
quien era.
Hiroshima
arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es
el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en
diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi ¡Y que aún estaba viva,
Dios!
Ella y su
familia, internados en el hospital ubicado en la localidad próxima de
Hiroshima.
Como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror,
aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en sus misma
sangre.
Y hacia ese
hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno
insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era el frío exterior o sus
pensamientos lo que le hacía tiritar.
Naomi se
hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Con los ojos
abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue
pelusita oscura.
Sobre su mesa
de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a
morirme, Toshiro… -susurró, no bien su amigo no se paró, en silencio, al lado
de su cama. –Nunca llegaré a plegar las mil grullas que hacen falta…
Mil grullas…
o Semba-Tsuru, como se dice en japonés.
Con el
corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la
mesita.
Sólo veinte.
Después, las juntó cuidadosamente en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a
curar, Naomi- le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado
dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose
lágrimas.
Ni la madre,
ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban
temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa
desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de
diarios, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos
libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar.
Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la
habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre sombras. Esperó
hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces,
se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose
la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en
secreto y volvió a su lecho.
La tijera
llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el
silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos
ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno, hasta completar las mil
grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya
amanecía.
El muchacho
se encontraba pasando hilos a través de la silueta de papel. Separó en grupos
de diez frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo,
suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos
paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras de su furoshiki
y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única
vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de su primo.
No había
tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los
kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas
grullas.
-Prohibidas
las visitas a esta hora- le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la
enorme sala de uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro
insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre sus lecho. Por favor…
Ningún gesto
denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de
papel. Con la misma impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el
paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de
no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso en su silla sobre la mesa de luz luego
se subió.
Tuvo que
estirarse a más no poder para alcanzar el cielo raso. Pero lo alcanzó. Y en un
rato estaba las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados,
firmemente sujetos con alfileres.
Fue al
bajarse que su improvisada escalera advirtió que Naomi los estaba observando.
Tenía la
cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son
hermosas, Toshi-Chan… Gracias…
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas -y el
muchacho abandonó la sala sin darse cuenta.
En la
luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas
empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó
colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de
Naomi seguían sonriendo.
La niña murió
al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos
¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su
sangre?
Febrero de
1976.
Toshiro Ueda
cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y
es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco
comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué,
entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos
que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas
grullas de origami dispersas al azar.
Grullas
seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.
Grullas
desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular.
Grullas
surgidas de servilletitas con impresos de los más sofisticados restaurantes…
Grullas y más
grullas.
Y los
empleados comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella
superstición japonesa.
-Algún día
completará las mil…-cuchicheaban entre risas-. ¿Se animará entonces a colgarlas
sobre su escritorio?
Ninguno
sospecha, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la pérdida
de Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.
Extraído de “No
somos irrompibles”, doce cuentos de chicos enamorados, Elsa
Bornemann,
Editorial Alfaguara.